LA CABAÑA DEL TIO TOM
La cabaña del tío Tom
Publicada
en 1851, la acción de esta novela de la autora norteamericana Harriet Beecher Stowe transcurre
en Kentucky, antes de la abolición de la esclavitud. Un rico y humano
propietario se ve obligado, debido a las dificultades financieras, a vender a
un mercader el mejor y más fiel de sus esclavos, el tío Tom, y un chiquillo,
Henry. La madre del chiquillo, la mestiza Eliza, huye llevándose a la criatura;
perseguida, consigue, bajo las miradas aterrorizadas de sus perseguidores,
atravesar milagrosamente el Ohio helado; encuentra luego ayuda y protección
junto a una colonia de cuáqueros donde muy pronto se le reúne su marido,
George, que también ha huido de su cruel amo; y juntos se trasladan al Canadá,
donde se inicia para ellos una nueva vida.

Bastante más triste
es el destino del tío Tom: consciente de lo que le espera, no huye, y sigue al
mercader, abandonando su familia con el corazón destrozado. El encuentro con la
pequeña y suave Evangeline Saint-Clare, que induce a su padre a comprarlo, abre
en su vida un paréntesis de melancólica serenidad y de ferviente vida
religiosa. En la aérea figura de Evangeline la autora concentró, idealizado con
la gracia de la belleza infantil, el sentimiento de amor cristiano hacia los
débiles y oprimidos que invocara en su generosa lucha en favor de la abolición
de la esclavitud. Pero Evangeline muere, y poco más tarde muere también su
padre, herido por azar en una pelea.
Los esclavos son vendidos y el pobre Tom cae
en manos del brutal Simon Legree, que le lleva a sus plantaciones de algodón
con la intención de hacer de él un cómitre. Tom se niega a maltratar a los
demás esclavos y, sostenido por su fe, se atreve a hacer frente a su patrón,
quien, enfurecido, lo hace azotar hasta la muerte. Y cuando el hijo de su
antiguo amo llega, después de haberle buscado ansiosamente, para rescatarle y
llevarle junto a los suyos en Kentucky, sólo puede recoger sus últimas palabras
de amor y de perdón. Pero la lección no se ha perdido, y el joven, apenas
vuelto a su casa, libera inmediatamente a todos sus esclavos.
Aunque la autora sostiene que tío Tom no es
un personaje imaginario, sino que está forjado según el modelo de distintos
negros que ella personalmente conoció, su figura aparece a menudo -siquiera sea
en virtud de un artificio polémico- como excesivamente idealizada para ser
artísticamente vital. En el sereno ambiente de Kentucky, Tom es sencillamente
un esclavo fiel a su amo hasta el escrúpulo, marido y padre amantísimo,
excelente compañero y consejero de los demás esclavos y celoso cumplidor de sus
deberes religiosos; cuando el destino lo arranca a los suyos y se inicia su
calvario, parece que el dolor le afine sublimándole y liberándole cada vez más.
En casa de Saint-Clare, junto a la dulce Evangeline, su sentimiento religioso
se hace tan profundo y ferviente que tío Tom se convierte casi en el consejero
espiritual de la familia y, con sus palabras llenas de fe, consuela a su
escéptico dueño en su hora postrera.
En el infierno de la plantación junto al río
Colorado, Tom llega al heroísmo: frente al amo brutal que pretende convertirle
en esbirro, su conducta es la de un mártir que conscientemente provoca y acepta
su martirio. "Haga usted de mí lo que quiera -dice-. Cuando mi cuerpo haya
muerto, tendré para mí toda la eternidad". El recuerdo de la familia y de
la casa lejana casi se ha desvanecido: a Tom sólo le queda un inmenso amor
cristiano por todos sus semejantes, por los capataces que le azotan y aun por
el dueño que le ha mandado martirizar. La autora está convencida de que los
negros, "mansos y humildes de corazón, inclinados a dejarse guiar por una
mente superior y a confiar en un poder más alto, afectuosos y sencillos como
niños, siempre dispuestos a perdonar", serán tal vez un día la más pura
manifestación de la vida cristiana. Y esta convicción la lleva a prestar a su
héroe la sabiduría de un patriarca del Antiguo Testamento, aureolado con la luz
de un martirio conscientemente aceptado y soportado.
Junto a Tom, y a
pesar de su carácter secundario, adquiere particular relieve en la novela la
figura de Evangeline. Esta dulce niña que tantas lágrimas ha hecho verter a los
lectores de ambos continentes tiene "toda la gracia aérea de una figura
mitológica". No puede ver sufrir; en su corazón hay un cristiano sentimiento
de fraternidad y de amor hacia todo el mundo, en particular para los humildes.
La entristecen profundamente los sufrimientos de los pobres esclavos; se
preocupa de su ignorancia y quiere enseñarles a leer para que puedan, por si
solos, consolarse en la lectura de la Biblia.
No es extraño, pues, que los negros la adoren
y que aun la indomable Topsy sea vencida por su dulzura. La enfermedad que la
aqueja y consume parece, más que otra cosa, una nostalgia del cielo y una
incapacidad para encerrarse en este mundo lleno de injusticia y tristeza:
siente la proximidad del cielo con una certidumbre plácida cual los rayos del
ardiente sol y dulce como la serenidad de un hermoso día de otoño, y en ella
descansa su corazón, sólo turbado por la aflicción de cuantos la aman. La
lectura de la Biblia junto a su viejo amigo el tío Tom le ha enseñado a conocer
la figura de Aquel que amaba a los niños, en la que ha puesto tanto afecto que
se ha convertido para ella en algo que vive y habla. Con inteligencia precoz,
observa disgustada las deplorables consecuencias del sistema social que la
rodea, y sufre del contraste entre su deseo de dar alegría y libertad a todo el
mundo y su debilidad física. "Comprendo -dice a Tom un día- que Jesús
quisiera morir por nosotros, ya que cuando veo los sufrimientos de los pobres
esclavos siento que moriría de buena gana si mi muerte pudiera poner fin a
tantas miserias". Tras un último adiós a sus fieles esclavos, expira
sonriendo a una visión de amor, de luz y de felicidad, y abandonando sin dolor
sus mortales despojos.
La cabaña del Tío Tom es uno de los libros más célebres y más
leídos no sólo en América, sino en todo el mundo. Harriet Beecher Stowe
escribió la novela cuando una ley de 1850, que consideraba un deber la denuncia
de los esclavos fugitivos, hizo nacer en ella el deseo de representar la
esclavitud bajo forma dramática, aunque fuera "un pálido reflejo, una
débil pintura de las angustias y de la desesperación de millares de corazones,
de millares de familias destrozadas". El relato, que oscila a menudo entre
el documental crudo y el fragmento retórico, es de desigual valor artístico;
pese a ello, arrastra al lector por estar imbuido de un profundo sentimiento de
indignación moral que constituye su principal valor. Por algo Abraham Lincoln definió
a su autora como "la mujercita que ganó la guerra".
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